Recuerdo como si fuera ayer mi primera fotografía en Instagram. Temeroso, tomé entre manos el celular con cámara fotográfica para inmortalizar lo que consideraba una obra digna del MoMA.
5 de diciembre de 2012.
Desde aquella fecha ya se publicaban ensayos y artículos de periodistas y escritores que advertían (y añoraban) la época en que tomar fotografías era un arte. O mejor dicho, algo que se valoraba muchísimo por ser un bien escaso. Es decir, el autor tenía que ser selectivo al momento de inmortalizar una escena.
Y no mentían. En la infancia tener la responsabilidad de cargar la cámara en el viaje familiar era igual que sostener un fusil en la guerra: había que cuidar el rollo fotográfico como las municiones, presionar el botón en el momento exacto podía convertirse en un tema de vida o muerte.
Sin embargo, con la llegada de Instagram tomar fotografías se convirtió en lo mismo que ir a la guerra (pero en un videojuego). De golpe y porrazo teníamos municiones infinitas. Y lo infinito lleva al derroche. Y el derroche a la carencia.
En la actualidad disparamos cientos de miles de veces para capturar la intrascendencia. Y lo peor no es captarla, sino compartirla. La fotografía dejó de ser el retrato de un momento íntimo o memorable para dar paso a la presunción.
Por ello, no me cabe la menor duda que jamás hubiera llegado a conocer Instagram si mis papás al término de las vacaciones se topaban con esto: