Leer para creer
31 julio, 2016

El Arca de Regina

pildorita-24

 

Es imposible que aquí haya un arca, pienso, parado ante la fachada de una casa de aspecto común y corriente; nada la diferencia de cualquier otra de la colonia Bellavista, uno de los barrios más humildes de la ciudad.

—Creo que no hay nadie —dice el fotógrafo, dando temerosos golpecitos a la reja.

El guía, o sea, el primer transeúnte que vimos en la calle Villa Cabra, no tuvo empacho en conducirnos hasta el lugar exacto, advirtiendo de antemano, como ahora comprobamos, que la casa está deshabitada.

—Eso tiene rato —explica.

Según él, tomándose los dedos de las manos para sacar cuentas, unos treinta o cuarenta años.

—Pasábamos y se olía la peste de las cáscaras de huevo que quemaban —dice.

—¿Y por qué quemaban cáscaras de huevo? —pregunto.

—Para alejar los maleficios —responde.

 

* * *

 

Don Manuel es un señor de edad indescifrable, vecino del predio que intenté allanar sin éxito, luego de que el fotógrafo me disuadiera bajo el sombrío argumento de que podríamos ser linchados.

—Qué arca ni qué ocho cuartos —dice—. Rentaron la casa de aquí al lado y empezaron a construir una casa dentro de la casa.

Antes de abortar la misión de lo que prometía ser un electrizante reportaje, el vecino se desdice y agrega: <<Tremendos pilastrones de dos metros que tiene, unos barrotes de puro material>>.

En puntillas, el fotógrafo intenta mirar sobre la barda.

—No veo nada —dice.

El vecino, suelto de la lengua, continúa con el relato, asegurando que la gente empezó a vender sus terrenos y casas para poder llegar a vivir aquí.

—Vino hasta el ejército —asegura con aspavientos—. Hubo balazos.

Para frenar la fantasía de que me encuentro ante una posible sucursal de Jonestown, pregunto cuántas personas llegaron a vivir en la casa de al lado.

—Doscientas o trescientas —responde—. Les digo que vino el ejército por órdenes del gobernador. A la señora, que ya murió, la sacaron por la ventana. Adentro había de todo… orgías, según dicen.

 

* * *

 

La premonición del fotógrafo parece cumplirse cuando el resto de los vecinos empieza mirarnos con cara de pocos amigos, o para ser más específico, de linchadores profesionales.

—Sube —le tiendo la mano.

—Ni loco —dice—, los gordos siempre somos los primeros en morir.

El techo es de asbesto. Con pasos temerosos (agradezco la cobardía del fotógrafo) cruzo hasta el otro extremo. Decepción total. En el patio sólo hay tablas podridas y los dichosos pilares de concreto de los que habló el vecino. Con mucha imaginación, quizá, se puede ver la estructura de un barco.

—¡Ey! —grita alguien desde la calle— ¿Qué buscan ahí?

En tierra firme, pido mil y un disculpas por el allanamiento de morada. Explico que estamos haciendo un reportaje sobre El Arca.

—Haberlo dicho —dice el gritón de la calle, y extiende la mano franca a manera de saludo, en vez de cruzarme la mandíbula de un puñetazo.

Le acompaña su esposa, quien se entusiasma por el reportaje y por la diminuta cámara digital que lleva entre manos el fotógrafo. Dicen ser los nuevos inquilinos de la casa, hecho que comprueban al abrir el candado de la reja e invitándonos a pasar.

El interior consta de dos pequeñas y míseras piezas. Un cuarto que funge de comedor-cocina y otro de habitación.

—Mi papá ayudó a construirla —dice la mujer—. Pasabas y se veía la cosa grandota… a mí me daba miedo.

Confiesa que de niña nunca se imaginó terminar viviendo aquí; que a todo el mundo le aterra la casa, pero a ella, ahora adulta, ya no.

—Ya ven que cuando hay algo malo —dice, levantando de la mesa platos con restos de frijol con puerco— enseguida se siente.

Al conducirnos al patio trasero, nos recibe una misteriosa esfera, delante de lo que parece ser un pilar o la quilla de un barco. En total, cuento siete columnas de acero, todas rellenas de concreto, de alrededor de dos metros y medio de alto cada una, que la naturaleza se empeña en conquistar. El piso también está infestado de maleza, dejando apenas visibles trozos de láminas, tornillos y pedazos de madera.

—Todas las noches le daba y le daba con un machete —dice la mujer, en alusión al anterior inquilino—. Y le prendió fuego… eso nos contó la dueña.

 

* * *

 

La dueña de la casa vive a pocas calles de distancia.

—¿Para qué la buscan? —dice su esposo, desconfiado.

Repito la explicación del reportaje sobre El Arca.

—Ya tiene rato eso —dice—. Estaba en casa de mi suegra. Tenía de todo. Todo calafateado. Sus literas. Tubos de concreto. Según la señora, era para que aguantara la embestida del tiempo.

También asegura que la gente inventó muchas cosas, por ejemplo, que vendían boletos para entrar y que abusaban de las muchachas.

—No es cierto nada de eso —dice—. Porque si veo que están haciendo una cosa mala, no voy a permitir que vaya mi esposa allá. Pura mentira nomás. Lo que sí, diario llegaba gente. A curarse.

.

* * *

 

Hace su aparición la dueña de la casa, cargando una bolsa de tomates y una rejilla de huevos de la tiendita de la esquina. Se rasca la cabeza para hacer memoria. La construcción comenzó en el año 78 ó 79, y fue interrumpida por la intervención militar, si la memoria no le falla, sacando cuentas mentales para las que toma como punto de referencia la edad de su hijo mayor.

—La casa es de mi mamá —dice.

—¿Podemos entrevistarla? —pregunto.

—Uy, pobrecita, está mal de la cabeza —responde—, tiene senilidad.

Calles adelante, en una pendiente pronunciada, dice que se encuentra la Estación antigua. Fue ahí donde su hermanita conoció a la señora, quien convenció a su mamá para que le prestara la casa para curar gente.

—Prendían candela —recuerda—, le pasaban huevos a los enfermos y los reventaban. A los vecinos no les gustaba, por el olor. Quemaban cajas y cajas de huevos, desde las cuatro de la tarde hasta que amanecía. La señora se posesionaba… Dios le decía que tenía que hacer El Arca, con instrucciones y medidas específicas.

 

* * *

 

Un perro ladra. Advierte nuestra presencia. La dueña de la casa nos lleva con su vecina. En el interior de la casa se escuchan protestas. Algunos rostros adustos, nos mal miran por las ventanas. El fotógrafo me susurra algo inquietante al oído, relacionado con un empalamiento.

—Me estaba muriendo —dice la vecina—. Agarró mi suegra y me dice: ¿por qué no vas a que te cure?

Y la curaron, relata. Con blanquillos.

—Me operaron espiritualmente, con sus manos de la hermanita de ella, que en paz descanse —dice, señalando a la dueña de la casa.

Las reuniones, escucho, eran para hacer oración. Cantos de Dios, de Jesús y de la Virgen. Las médium se posesionaban. Veían cosas. Demonios dentro del cuerpo. Curaron a varios. Hasta a un muchacho que trajeron con sogas, como a un animal.

—Era muy poderosa —dice—. Tengo fotos de ella.

Entra a su casa, se escuchan más protestas en el interior (el fotógrafo vuelve a susurrarme algo lapidario) y regresa con unos sobres enmohecidos.

—Se me mojaron cuando el huracán Gilberto —se disculpa.

En las imágenes (o lo que queda de ellas) distingo a una señora de cuarenta y pocos años. De complexión robusta. Ojos claros. Cabello suelto. Enfundada en un vestido rosa. Por su apariencia, podría pensarse que se dedica a la venta de tamales, o a cualquier otra cosa, antes que a ser una líder espiritual.

 

* * *

 

En medio de tres secretarias, constantes llamadas telefónicas, interrupciones cada dos minutos, el maestro, cronista de la ciudad, tiene la gentileza de hacerse un tiempo en su trabajo de burócrata para concederme una entrevista, ya que, días atrás, estando en busca (con éxito nulo) de evidencia fotográfica y luego de quemarme las pestañas en el Archivo General del Estado, por casualidades gastronómicas a bajo costo, coincidimos en una fonda, donde aseguró haber sido él (y sólo él) el primer periodista en hacer un reportaje sobre El Arca.

Corría el año 1981. Era un adolescente que estudiaba el tercer grado de preparatoria. El director editorial de El Diario de Campeche lo había invitado a trabajar. Llegó un lunes y ese mismo día tuvo su primera encomienda periodística. Quedó tan fascinado por la historia, que no regresó a tiempo a la redacción y tuvieron que ir con la policía a rescatarlo. Al publicarse el reportaje, todos empezaron a hablar del tema. Llegaban peregrinaciones de todos los municipios. Cuando regresó el viernes, el lugar estaba infestado. No cabía la gente. Estaban convencidos de que iba a suceder el fin del mundo.

Las familias vivían en condiciones infrahumanas. Separadas por láminas y techos de cartón. Adentro estaban las mujeres: doce apóstoles (vivían un matriarcado). Los maridos aportaban el cemento, las varillas. Los de afuera, la mano de obra. Era un templo con bancas donde se hacían los rituales. Tenía un timón en forma de esfera, pintado del color de la tierra. Cuando el agua llegara a los cimientos, se removerían. El Arca iba a flotar. La pelota estaba tocada por una fuerza divina, se desplazaría dentro del barco a manera de brújula para indicar el rumbo que debían seguir, y al concluir la travesía, sería arrojada en el preciso lugar de desembarco, para preservar la vida en el planeta.

“Si tu Dios está muerto, prueba el mío”, podía leerse en un enorme cartel en la entrada. Todos los medios empezaron a cubrir el suceso. Llegó la televisión nacional. Se formó una barricada humana para no dejar pasar a nadie. Fue tanto el impacto, que el gobernador, cuando finalmente expulsaron a la señora de la ciudad, por las noches, mandó a militares infiltrados de civiles a desmantelar El Arca.

—Licenciado, le llaman de la dirección —interrumpe una secretaria.

El maestro me entrega unas fotocopias antes de marcharse a su junta. Siete páginas de un cuento basado en su primer reportaje, mismo que, asegura a modo de advertencia, desapareció de los archivos de la hemeroteca.

 

* * *

 

Llevo días sumergido en la hemeroteca, entre el polvo de gruesos almanaques y la desazón de no encontrar ni una sola nota impresa en los periódicos amarillentos. Comienzo a sospechar que la famosa Arca es otra fantasmagoría, un mal chiste, una leyenda urbana fabricada y narrada por un pueblo de generación en generación para combatir el aburrimiento.

Estoy a punto de rendirme, mandar al diablo la historia, resignarme a ser un escritor de segunda categoría que nunca ganará el Premio Estatal de Periodismo; entonces, un olor a huevo podrido invade mis fosas nasales, con seguridad bacterias centenarias, agazapadas en los papeles y tinta muerta de notas olvidadas por el tiempo, que he respirado hasta provocarme un embuste mental. Guiado por el fétido aroma, me dirijo a un anaquel, tomo un libro que ni siquiera coincide con los años de los testimonios que he recabado con tanto esmero, como si fuese un periodista de cepa, un sabueso de la noticia, lo abro al azar y se desata un diluvio de imágenes y titulares apocalípticos, todos en alusión a El Arca, donde observo a la otrora regordeta señora de los tamales reducida a una bruja perturbada, de ojos enloquecidos, detrás de rejas evidentemente falsas.

 

 

Testimonio gráfico Aquí 
Publicado en Vice

 

5 Comments
  1. Responder
    Regina.. Y no la del Arca

    Muy buena historia… Lástima que no hay un cierre para el lector. Me quedé con una sensación de… Que más?!?!? Si mucho royo …. Y???? -moraleja, enseñanza, conclusión… Al menos el perro mordió a alguien? Alguien fue pasado por huevo?

    • Responder
      Rodrigo Solís

      Hola, que bueno que te gustó. Sí, no hay un cierre, las grandes historias no deben tenerlas. Continúan creciendo y desarrollándose en el imaginario de las personas. La moraleja, si acaso, es que debería escribir un guión para una serie de televisión. La trama da para eso y más. Saludos.

      • Responder
        Reginalieber

        la moraleja es: no estés loco o si lo estás, no arrastres a otros a tus locuras porque seguro terminas en la cárcel.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *