Un amigo regresa de sus vacaciones trasatlánticas, y lejos de mostrar la energía y la felicidad que irradiaba en las decenas de imágenes que compartió en redes sociales durante su viaje, su semblante es sombrío.
—Nunca me sentí tan solo en mi vida —confiesa con voz fúnebre.
Pasada la primera semana fuera de casa, sus fuerzas lo abandonaron, hasta verse sentado en la banca de un parque, mochila a cuestas, hambriento, muerto de frío y sin entender ni una palabra de lo que decían los transeúntes en una ciudad cuyo nombre ni siquiera era capaz de pronunciar.
¿En qué momento la humanidad empezó a sentir tanta vergüenza de su sedentarismo?
Supongo que fue al descubrir que éramos capaces de sostener con nuestras propias manos el aparente colapso de la torre de Pisa y hacerlo público en “divertidas” fotografías. Desde entonces, no hubo marcha atrás. Instagram dio el banderazo de salida a la competencia de selfies en los lugares más exóticos como telón de fondo.
Hay una anécdota en mi familia que va a contracorriente de lo que acabo de relatar. Cada vez que se recuerda en las sobremesas, provoca el escarnio de la protagonista, quien al cumplir 15 años, sus padres quisieron regalarle un viaje a Francia.
—Prefiero un baño de tanque en Sacalá —fue la respuesta de la festejada.
Las risotadas nunca faltan al tachar de tercermundista a la pariente que veía más grandeza en zambullirse en aguas verdosas con sus amigas que en la majestuosidad de los Campos Elíseos.
La sociedad se ha dividido en dos grupos: de un lado, los sedentarios análogos; del otro, los nómadas digitales. Los del segundo grupo suelen tachar de faltos de mundo a los primeros, pues para ellos, tener “mundo” es recorrerlo literalmente de punta a punta. Tal como hizo en sus días Alejandro Magno, el gran conquistador, hasta que conoció a Diógenes, un viejo que vivía en un barril como el Chavo del 8, y no pudo más que envidiarlo, pues descubrió que la felicidad radica en nuestras propias fronteras, es decir, de la piel hacia adentro.