Hace unos días escribí sobre fascinación que me causa el modo en que las personas utilizan la creatividad para vender lo que sea. En específico los propietarios de las tiendas de la esquina, que ante la falta de recursos para contratar los servicios de un diseñador gráfico profesional, se ven obligados a abrir el cajón derecho del cerebro para obsequiarnos verdaderas joyas en las fachadas de sus establecimientos.
Veamos ahora la otra cara de la moneda. Cuando se tienen recursos ilimitados, tiendas y sucursales en varios países y continentes, empleados con tres iniciales antepuestas a su nombre para hacerlos sentir importantes y que van perfumados y con trajes sastre a encerrarse en oficinas a decenas de metros sobre la tierra, el ingenio de vender un producto se convierte en tarea de otros, es decir, en empresas llamadas agencias de publicidad, donde ocurre más o menos lo siguiente:
—Nuestros laboratorios acaban de fabricar esto —dice el CEO de la multinacional, colocando sobre la mesa un recipiente con una materia viscosa y repugnante—. Como imaginarán, hemos invertido millones de dólares.
—Naturalmente —dicen los publicistas; uno de ellos no puede evitar rascarse la cabeza.
—Sobra decir que tenemos grandes esperanzas cifradas en el producto —dice el CEO.
—Naturalmente —dicen los publicistas; otro se rasca la cabeza.
—Es importante que sepan un par de cosas —dice el CEO—. No tenemos la menor idea de para qué sirve o qué beneficios puede traerle al consumidor.
—Naturalmente —dicen los publicistas—, ese es nuestro trabajo.
Tres meses después, la materia viscosa y repugnante tiene nombre, logotipo y empaque fosforescente. Está en todas las tiendas, tendejones y centros comerciales. Interrumpiendo las lágrimas de las actrices en la pantalla de la televisión de nuestras madres, en los iPads y iPhones del resto de la gente. En la prensa escrita y digital. En las revistas de cotilleo y culturales. Tapizando por todo lo alto las avenidas. En la boca de los merolicos de la radio. En las vallas de los estadios de fútbol. Y en lo más profundo del subconsciente de todos nosotros cuando nos vamos a dormir.
El CEO se frota las manos desde las alturas, ve incrementar varios puntos en la bolsa la plusvalía de la corporación que le permite vestir traje sastre. No duda en llamar otra vez a la agencia de publicidad. La orden es vender los excedentes de la materia viscosa y repugnante. Tarea en extremo sencilla para los publicistas. El producto aparece con un nuevo nombre, logotipo y empaque. Resultado: ventas totales.
Dos meses después, tumores cerebrales, cáncer en la piel, mutaciones horrorosas, etcétera. Un periodista connotado investiga y descubre que el producto viscoso y repugnante contiene ingredientes nocivos para la salud, las materias primas provienen de los árboles del Amazonas y los envases son maquilados en fábricas en países subdesarrollados donde niños trabajan jornadas de 14 horas diarias. Un cineasta europeo es laureado con la estatuilla dorada del Oscar por el documental que recaba toda esta información en imágenes y entrevistas. La audiencia se indigna. Todos asumen que el producto viscoso y repugnante saldrá del mercado y se encarcelará a los responsables.
Un mes después, el CEO pide disculpas públicas a nombre de la multinacional y anuncia que por cada producto viscoso y repugnante que se venda, donarán dos centavos para combatir el cáncer de piel, otros dos para ayudar a la niñez explotada del Tercer Mundo, y, dos más para reforestar el planeta. Todo esto acompañado de una campaña de conciencia humanitaria que aparece en todos los medios digitales e impresos. Conmovidos, los clientes siguen asistiendo a las tiendas, estanquillos y centros comerciales a comprar el producto, pues además de cuidar su figura están colaborando con su granito de arena para hacer de este mundo un mejor lugar para vivir.