En la Escuela del Bosque, donde los días transcurrían como una rutina diseñada para aburrir hasta a las piedras, otro lunes sin mayor relevancia comenzaba su curso.
—Hoy vamos a aprender a sumar —anunció la maestra, con el tono triunfal que solo usan quienes creen estar a punto de cambiar el mundo.
Los estudiantes, que habían encontrado una cómoda manera de odiar las matemáticas, se removieron en sus asientos como si les hubieran echado hormigas en los pantalones. Algunos suspiraron con resignación; otros, los más valientes, lanzaron protestas disimuladas. Pero al final, todos acabaron por aceptar que uno más uno era dos y que dos más dos era cuatro, como si fuera una ley inquebrantable de la naturaleza.
—¡Qué inteligentes son! —dijo la maestra, orgullosa de haber logrado que un grupo de niños descubriera lo que cualquier calculadora sabe desde su nacimiento.
Aprovechando el momento de gloria, decidió demostrar lo útiles que podían ser los números en la vida real, ese terreno inhóspito donde casi nada es tan sencillo como sumar y restar. Levantando una moneda de dos pesos, preguntó con una sonrisa:
—A ver, ¿cuántos dulces se pueden comprar en la tiendita si cada dulce cuesta un peso y solo tienen un par de monedas como esta?
Los estudiantes se quedaron mirando el techo, los zapatos, el paisaje fuera de la ventana, como si la respuesta estuviera flotando en alguna parte. Tras un largo silencio, el que sacaba las notas más altas del salón levantó la mano.
—Cuatro dulces, maestra —dijo.
—¡Muy bien! —respondió la maestra, con una sonrisa que no era más que la confirmación de su fe en la educación.
Sin embargo, el burro del grupo pensaba diferente y no dudó en aprovechar su oportunidad.
—Quiero anunciarles algo importante —intervino—. Yo vendo dulces: Pelón Pelo Rico, Tix Tix, Gudulups, chicles Bubbaloo y Motita, Palelocas, Chipiletas, Chupirules, Rockaletas, Miguelitos, Damys, chocolate Vaquita, Almon Ris, Pico Rey, Duvalines, Sugus, Panditas… hasta Tehuanos, si les gustan, y aunque solo tengan cuatro pesos, pueden llevarse lo que quieran ahora mismo.
La maestra, sorprendida por el mercantilismo rampante de su alumno, lo reprendió con severidad.
—¡Eso es imposible! —le dijo, tratando de devolver el orden natural de las cosas.
—Soy burro, pero solo en apariencia —replicó el alumno—. A diferencia de la tiendita, yo vendo a crédito.
Los estudiantes, ante la promesa de dulces ilimitados a pagar en cómodas cuotas, decidieron probar suerte. En menos de una semana, el negocio del burro había desplazado a la tienda de la escuela. Durante meses, los niños vivieron felices, atragantándose de golosinas que en teoría no podían costear. El burro, por su parte, se limitaba a anotar en una libretita la deuda creciente de cada uno.
Y colorín colorado, todos en la Escuela del Bosque vivieron tranquilos y satisfechos… hasta que llegó el último día de clases. Puntual y con la misma sonrisa de siempre, apareció el burro acompañado por sus hermanos mayores. No tenían orejas largas ni colas, sino brazos musculosos de gorilas que sugerían que la deuda debía ser pagada de inmediato.