Cuando se es niño, la mayoría sueña con ser astronauta, futbolista o vaquero. Yo prefería quedarme quieto, estático como una planta artificial, y pensar toda suerte de teorías económicas, sociales y laborales. A los 8 años llegué a la conclusión de que los hombres zarrapastrosos que recogían la basura en la colonia eran multimillonarios.
—De ninguna manera, tú vas a ser abogado, o ingeniero como tu papá —me contradijo mamá—. Los señores de la basura son personas muy pero muy pobres.
No lo podía creer. En mi lógica de niño de 8 años, cualquier persona en su sano juicio estaría dispuesta a pagar el dinero que fuese necesario con tal de librarse de sus propios desperdicios, tal como ocurría en las películas con los asesinos a sueldo a quienes se les entregaban maletines llenos de dinero por desaparecer a los seres indeseables.
—Ve a jugar Nintendo con tu hermano —me dijo mamá para deshacerse de mis tribulaciones socioeconómicas, cuando le pregunté si también eran millonarias las mujeres del servicio que le sacaban brillo a los inodoros de los baños.
En la actualidad sigo tan ingenuo como en la niñez. Creo que es una locura que Cristiano Ronaldo gane más dinero por pararse (literalmente) un segundo en una cancha de fútbol (o en un camerino) que una cuadrilla completa de albañiles que trabajan de sol a sol durante un mes. O que un dentista gane más en una consulta por blanquearle los dientes a un cliente que un barrendero por una semana entera de trabajo maloliente.
En realidad, más que la desigualdad salarial me sorprende la injusticia social que tiñe a los oficios. Aquí y en China, por ejemplo, decir que eres escritor te convierte en el acto e injustificadamente en un valiente. Y como se sabe, ser valiente tiene su toque de encanto en toda sociedad civilizada. Si lo dudan, queridos lectores, vayan a un bar a entablar conversación con una desconocida (de preferencia tetona), y cuando lleguen al tema del oficio que desempeñan para ganarse la vida, suelten sin pudor la mentira de que son escritores.
—¡Qué interesante! —exclamará la tetona en cuestión.
Si tienen suerte, podrán agregarla al Facebook. Nada más. Tampoco hay que exagerar y decir que esa misma noche (o cualquier otra) se la llevarán a la cama; incluso las tetonas (analfabetas o no) saben de sobra que un escritor es un muerto de hambre sin futuro. No así el actor, pintor o cantante; da lo mismo si salen al escenario desnudos y a los gritos al interpretar al dios Eolo en una obra experimental o pintan cuadros surrealistas con el culo o se paran en la vía pública tarareando una melodía mientras sostienen el miembro con una media noche Bimbo, nunca faltará la mujer descerebrada que ponga los ojitos de erudita e incluso llegue a casarse con ellos. Así de cruel es la sociedad que hemos construido.
Por desgracia, ocurre todo lo contrario con ciertos oficios de verdad. Imaginen ahora un sábado por la noche abordando a la misma tetona con el siguiente discurso:
—Soy fontanero.
—¡Qué interesante! —exclamará ella, luego se rascará la cabeza y agregará:— ¿Y eso qué es?
—Es cuando vas al baño a cagar y un día la fosa séptica llega a su límite de miarda —le dirás a la cara sin pestañear, cerveza en mano—. Es ahí cuando me llamas desesperada para que chapotee entre tus cerotes y me los lleve en una pipa.
La tetona, como es previsible, vomitará en tus pies en vez de comerte la boca a besos. Ah, pero qué diferente sería el escenario si fuésemos capaces de imaginar a la Estatua de la Libertad, la Opera House de Sídney, la Torre Eiffel, las pirámides de Egipto y todo monumento del planeta sumergido entre toneladas de excremento humano. Un escenario del todo posible. Basta con que estalle una huelga mundial de fontaneros o de barrenderos o de recolectores de basura. Sólo así empezaremos a reconocer la valía de estos héroes.