Los años maravillosos
3 agosto, 2016

¡Habrá sangre!

pildorita-25

 

Desde siempre, cada que termino de ver una película, serie o libro de ciencia ficción sobre viajes en el tiempo, es inevitable que mi cabeza despegue con la fantasía de poseer la capacidad sobrenatural de cerrar los ojos y aparecer en el pasado.

La mayoría, estoy seguro, utilizaría este súper poder para ir a la agencia de pronósticos deportivos y convertirse en multimillonario tal como lo hizo Biff Tannen, el villano de Volver al futuro. Mis motivos, sin embargo, son más nobles. Sería un viajero en el tiempo para borrar los sucesos embarazosos de mi biografía. En particular uno, que me atormenta con frecuencia.

Tengo doce años. Curso el último grado de primaria. Es la hora del recreo. Estoy sentado en una banca. Entra en escena Saúl Villagrande, el blanco de las bromas más crueles del salón. El bravucón del colegio, fiel a una añeja tradición donde el más fuerte acosa y ridiculiza al más débil, hace lo que mejor sabe hacer. Saúl sigue su camino, finge no escuchar los comentarios hirientes que se entierran en lo más profundo de su alma, hasta que una torta de jamón y queso se impacta en su nuca, elevando por todo lo alto un coro de risas.

Envalentonados, otros alumnos lanzan con prodigiosa puntería los restos de golosinas que tienen a la mano, excepto yo, que muero de hambre y me resisto a colaborar con mis Panditas en el ritual de humillación que tanto placer (lo admito) causa presenciar.

—¡Son unos pendejos! —grita Saúl, mudo hasta ese día.

El insólito insulto, es en realidad un arrebato de impotencia, como quien maldice la pata de una silla al darle por accidente un puntapié con el dedo meñique.

—Uuuuuy, miren quién te acaba de decir pendejo —dice el bravucón.

Miro de reojo a mis costados, no hay nadie. El horror: me está hablando a mí.

—Yo que tú, le rompía la madre —dice.

Todos los alumnos que hacen fila en la tiendita me observan. Incluida María Fernanda, la niña más bonita de todas las escuelas del mundo. Justo aquí, en este preciso momento, es donde modificaría el pasado. Mi yo adulto me haría permanecer sentado en la banca. Ignorante del bullicio y de las miradas expectantes a mi alrededor. Tal cual estaba segundos atrás, imaginando todos los goles de chilena que jamás metería en las Copas del Mundo futuras, en vez de ponerme de pie y fingir ser una persona que no era para impresionar a una niña de once años.

—A la salida —anuncia el bravucón—, madrazos en La Esquina.

La Esquina, como su nombre lo dice, es el final de una calle, común y corriente, ubicada a una cuadra de la escuela. El lugar favorito de los púberes con aspiraciones a rufianes, donde se podían fumar los primeros cigarros, hablar de sexo imaginario, corear canciones de Guns N´ Roses y eventualmente utilizar la banqueta como cuadrilátero de boxeo.

Cuando esto último ocurría, media escuela se enteraba gracias a la sorprendente caligrafía de futuro diseñador gráfico del bravucón, quien se encargaba de hacer unos papelitos que repartía de salón en salón anunciando la épica batalla en turno.

El timbre retumba en los pasillos del colegio. El alumnado, en vez de esperar a sus padres en el punto de todos los días, corre una cuadra más allá de las fronteras de la escuela. Saúl es arrastrado en contra de su voluntad. Yo también, sólo que en medio de vítores y porras, palmoteos y comentarios sanguinarios de aliento.

—¡Dale!

—¡Pégale!

—¡Rómpele la madre!

Entre la turba iracunda resalta un rostro angelical. A diferencia de todos los días del calendario escolar, sus ojos son un par de brasas chisporroteantes al rojo vivo. Aquí no hay manera de cambiar el pasado, mi yo adulto con seguridad haría lo mismo que hace mi cuerpo de niño. Enarco una guardia descompuesta y lanzo dos jabs, tres ganchos y un volado de mano izquierda. No acierto ni uno sólo. Saúl, por elemental instinto de supervivencia, arroja golpes a diestra y siniestra. Triste espectáculo que llega a su fin como todos los combates de La Esquina, cuando alguien grita que un coche se aproxima.

—¡Bebé! —dice mamá, detrás de la ventanilla del coche—. ¡Qué padre bailan rap! Igualito a los negros de la televisión.

 

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