Llaman al celular. Número desconocido. En contra del sentido común, la desesperación es mayor. Contestas. Preguntan por tu nombre. Respondes que sí, que eres tú quien habla.
Corrección, dices: sí, él habla.
Te asalta la interrogante de por qué demonios, cada vez que un desconocido pregunta por tu nombre, respondes en tercera persona y no en primera. Sabes que solo Hugo Sánchez y Dalí tienen permitida esta extravagancia sin sonar a prófugos de manicomio.
—¡Felicitaciones! —escuchas.
—¿Por qué o qué? ¿Qué gané o qué? —te pones en guardia; sin duda, estás delante de una estafa telefónica.
Del otro lado, se abre un vacío. Transcurren dos o tres segundos hasta que vuelves a escuchar tu nombre. Quieren saber si eres tú quien habla. De nuevo, tu respuesta viene en tercera persona: sí, él habla.
—¿Usted mandó un cuento a nuestro concurso? —escuchas.
Aquí, tienes que hacer un paréntesis: si existiera un Récord Guinness que premiara al escritor más publicado en diferentes medios digitales, sin dudarlo, tu nombre estaría impreso en sus páginas. No es una exageración. Durante años, tu método ha sido tan simple como infalible: googlear, ciudad por ciudad, país por país de habla hispana, uno por uno, todos los periódicos, revistas y medios de comunicación que tienen página web, copiando los correos electrónicos de todas las redacciones, para luego vaciarlos en un Excel infinito desde donde envías los textos que escribes cada semana.
Fetichismo aparte, tienes un mapamundi colgado en la pared, donde, colocas alfileres con cabezas de colores, ciudad por ciudad, estado por estado, país por país, donde te han publicado. Y ya casi no hay espacios en blanco.
Sin embargo, esto no denota en absoluto tu arrollador talento para la escritura, sino la infinita paciencia en la recolección de datos, y sobre todo, la cantidad desmesurada de medios de comunicación dispuestos a publicar de forma gratuita a autores que solo se conforman con ver sus nombres impresos en papel o en pantalla.
Este paréntesis, aunque largo, ha sido necesario, pues este mismo método es el que utilizas para inscribirte en todos y cada uno de los concursos literarios, subsidiados por universidades, municipalidades, casas editoriales u otras instituciones benéficas dispuestas a regalar su dinero.
Por desgracia, precisamente al existir metálico de por medio, se prioriza el talento sobre el trabajo gratuito. Por eso, jamás has ganado ni uno solo de estos concursos, excepto ahora, que has contestado la llamada de un número desconocido.
—¿Usted mandó un cuento a nuestro concurso, cierto? —escuchas de nuevo.
Son tantos en los que estás inscrito en simultáneo, que lo único que atinas a responder es preguntar a cuánto asciende el monto del premio.
Lo que oyes del otro lado de la línea es surreal. Tu texto es tan original que, por unanimidad, el jurado ha decidido otorgarte algo mucho más valioso que los cincuenta mil pesos al primer lugar. Esta cifra enciende un interruptor que te hace desbordar en llanto; se ha cumplido el milagro por el que has implorado tantas noches en vela. Remanso que, se corta de tajo al escuchar que es un honor informarte que has ganado Mención Honorífica. Esto significa que, en vez de recibir un absurdo cheque que liquide tu adeudo de meses de renta a cambio de compartir la cama con tu octogenaria casera, tu cuento aparecerá publicado en todos y cada uno de los periódicos de la región noreste andina.
