Se avecina otra justa olímpica, lo que no hace sino confirmar que el ser humano, sin distinción de raza o credo, tiene una imperiosa necesidad de demostrar que es superior a los demás, sin importar en qué disciplina compita.
—Adivinen —dijo un leñador al entrar a la taberna—. Acabo de lanzar un tronco a más de diez metros de distancia con mis propias manos.
—Bah, gran cosa —contestó otro leñador—. Apuesto una ronda de cervezas a que puedo lanzarlo más lejos.
Y así, sospecho, surgieron las Olimpíadas modernas.
Si no me creen, aquí va otro ejemplo:
—Acabo de tirarme a la piscina desde el quinto piso —dijo un turista ebrio.
—Bah, yo también he hecho eso —respondió otro, aún más borracho.
—¿Dando tres giros y medio en el aire? —preguntó el primero.
Este comportamiento chiflado puede entenderse en quienes lo practican, regulan y califican, pero, ¿es posible encontrar una explicación lógica al placer que sentimos quienes seguimos vía satélite a nuestros compatriotas, esperando que sean proclamados los número uno en actividades que a nadie interesan (excepto cada cuatro años)?
Si lo que queremos es ver ondear el lábaro patrio y entonar el himno nacional, ¿no sería más sencillo asistir todos los lunes a los honores a la bandera en la escuela de nuestros hijos? ¿O no sería más fácil registrar como disciplinas olímpicas juegos como Tamalitos a la olla, Kimbomba, Balero, Trompo o De tín marín de do pingüe?
Claro, si el objetivo es demostrarle al mundo que tenemos a los hombres y mujeres más virtuosos en dar piruetas sobre una cama elástica, tirarse al agua maquillados como para una boda, ondear cintas de regalos, montar caballos bailarines, disparar con una escopeta a la vajilla de la abuela, lanzar patadas voladoras en pijama y caminar decenas de kilómetros como si no nos hubiéramos limpiado el culo en una semana, entonces el diagnóstico es que estamos completamente locos.
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