La sagrada familia
29 octubre, 2023

El disfraz

 

 

Una de mis frases favoritas, como casi todas, la dijo Oscar Wilde, que básicamente todo lo que decía y escribía era genial y digno de ser enmarcado en letras de oro: “El hombre no es él mismo cuando habla en su propia persona. Dale una máscara y te dirá la verdad”.

Notarán que no hemos cambiado mucho en 100 años.

En mi familia, para no ir más lejos, la sentencia de Wilde, además de profética, fue lapidaria (al menos para mi abuelo).

Corrían los años ochentas y yo era un niño al igual que todos mis primos. Mis abuelos decidieron dar una fiesta de disfraces en su casa para celebrar Halloween.

Por aquellos tiempos la globalización se resumía en Batman y Superman, por eso la sala parecía un multiverso de niños disfrazados de estos dos personajes. Hasta que mi primo Edgar, el más pequeño de todos, hizo acto de presencia y enmudeció la reunión con su estrafalario atuendo.

A diferencia del mar de máscaras azules y capas rojas, el más pequeño de la familia lucía extrañamente alto: en la cabeza llevaba un velo oscuro que le caía hasta por detrás de la espalda, en el cuello más gargantillas que el más intrépido participante del Mardi Gras, y en las muñecas más pulseras que las Swifties.

—¡Guau! —exclamó nuestra abuela rompiendo el silencio— ¡Es Michael Jackson!

—¡No! —dijo Edgar, trepado sobre los tacones de su mamá— ¡Soy Daniela Romo!

En el acto, el rostro de mi abuelo se tiñó de color escarlata, soltó su vaso de Coca-Cola y se desplomó sobre la alfombra, muerto.

 

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