Leer para creer
21 junio, 2016

El cliente siempre tiene la razón

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Señorita S, impertérrita, esboza su mejor sonrisa. Es un maniquí feliz. O al menos así lo aparenta a la distancia, donde una fila kilométrica de clientes aguarda con los pies entumidos.

—¡Esto es el colmo! —dice un señor en traje sastre— ¡Tengo que dar una conferencia en menos de una hora!

—Mi amor, tranquilo —una señora acaricia el antebrazo del rabioso—. Comprende, ella no está a nuestro nivel.

La sonrisa permanece en el rostro de Señorita S. Tres años y cuatro meses de experiencia en el puesto de servicio al cliente es cosa seria.

—Disculpe las molestias, señor —dice con voz pausada—, como ya le expliqué, nosotros no podemos hacerle válida la garantía. Usted compró su celular directamente con el distribuidor, es con ellos con quienes…

—¡¿Y qué culpa tengo yo?! —dice el señor.

—Mi amor, déjala —la señora vuelve a acariciar el antebrazo del quejoso—. La señorita evidentemente es una estúpida, así son los provincianos, mírala, ni estudios tiene, por eso trabaja aquí.

 

*   *   *

 

Señorita S. Licenciada en mercadotecnia. Graduada del Tecnológico de Monterrey Campus X con mención honorífica. Promedio: 9.8. Idioma inglés: 100%. Cumple a cabalidad con el perfil y credenciales que se buscan en los empleados de atención al cliente en telefonía celular. Antes de ser reclutada, dos ejecutivos de la empresa tocaron a la puerta de casa de sus papás.

—Buenos días —dijeron—. ¿Nos regalan unos minutos?

Los padres de Señorita S fueron sometidos a una minuciosa entrevista. Personas educadas. Bien nacidas. Ambos con licenciatura. Patrimonio estable. Los ejecutivos asintieron satisfechos. Desde ese momento en adelante, la vida de Señorita S les pertenecía.

—Por favor, firme aquí.

Al estampar la rúbrica, Señorita S se convierte en una caja fuerte. La cláusula de confidencialidad le prohíbe revelar nombres y números de sus clientes a otros clientes, amigos, familiares u otras personas en general, o ventilar cualquier historia como la que está ocurriendo en este momento.

 

*   *   *

 

—Necesito saber el nombre del dueño —dice una señora, mostrando un número en la pantalla de su celular.

Señorita S dice no estar autorizada a revelar esa información.

—Se lo suplico, por lo más sagrado en lo que usted crea —dice la señora.

—Lo siento mucho, no puedo.

—Si no me dice el número… —los ojos de la señora se empañan y la voz se quiebra— van a matar a mi hijo.

El mecanismo de autodefensa de Señorita S de inmediato la transporta a una sucursal en Chiapas, donde un zeta se le plantó en el mostrador, miró a los ojos al dependiente y le dijo que si no le daba la información que necesitaba mataría a toda su familia. El ex colega ahora mismo está refundido en la cárcel, sentenciado a veinticinco años por complicidad en un secuestro a mano armada.

—Lo siento, no estoy autorizada.

 

*   *   *

 

Los amigos de señorita S aseguran que se ha convertido en una dama de hierro. Persona non grata en las reuniones.

—Si en verdad dices ser mi amiga, demuéstralo —le dijo su mejor amiga, la única que le quedaba.

—No puedo.

—Mi matrimonio depende de eso —dijo su amiga, estampándole el recibo del celular en la cara—. Necesito saber de quién es este número al que tanto llama Carlos.

—Juro que no puedo.

—Y yo juro que te vas a quedar sola.

 

*   *   *

 

Delante del mostrador, un hombre moreno, sonriente y vestido todo de blanco.

—Vengo a renovar mi plan —dijo.

—Número de celular, por favor.

—Señorita, ¿usted qué signo es?

—¿Perdón?

—Su signo, ¿qué signo zodiacal es?

—Piscis.

El hombre de blanco chasqueó la lengua e hizo sonar las pulseras de semillas que llevaba en ambas muñecas.

—¡Lo sabía! –dijo.

Acto seguido, confesó ser santero, de Veracruz. Dato sin la mayor relevancia para Señorita S, si no fuera porque adivinó paso a paso toda su vida y obra.

—Te casas el próximo mes.

—¿Cómo lo supo? —dijo sorprendida.

—Tienes mucho carácter, muy fuerte —prosiguió el santero–. Pero cuidado, tu futuro esposo lo tiene peor todavía.

 

*   *   *

 

Otros días parecen ser un chiste, pero no lo son.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

—Señorita, mi celular no sirve —dijo un hombre de la provincia de Galicia o de Campeche—, cada que intento hacer una llamada la operadora me dice: “El saldo de tu amigo se ha agotado”. ¿Se puede saber a mí qué me importa si el saldo de mis amigos se ha agotado? Lo que yo quiero es hablar con ellos.

Otro caso.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

—Señorita, mi celular no sirve —dijo otro hombre de la provincia de Galicia o de Campeche—, cada que intento hacer una llamada la operadora me dice: “Su llamada no puede ser en la sala”. Le juro que yo siempre hablo desde la cocina o desde mi cuarto, y nada, nomás no puedo.

 

*   *   *

 

Señorita S ha replanteado el curso de su existencia. Dos días de descanso a la semana no son nada desde que la humanidad dejó de verla como una persona con una vida fuera de su horario de trabajo.

—Mira mi celular, está fallando —le dicen todas las personas que recién acaba de conocer en reuniones sociales—. ¿Qué crees que tenga?

—Hija, te voy a pasar a tu tía Marta para que le expliques todos los planes nuevos que acaban de anunciar en la televisión —le dice su mamá, despertándola de su siesta.

 

*   *   *

 

Existe una válvula de escape, que sus compañeros de trabajo han bautizado como “las joyas de la familia”:

—Mira y ponte a llorar —Señorita R le enseña una fotocopia.

Incrédula, Señorita S se acerca la hoja a un palmo de la nariz.

—El día que superes esto, me avisas —Señorita R mete en un compartimento secreto la fotocopia de una credencial de elector con la foto de una mujer llamada Lorena Follo Niembro.

Señorita S soporta el resto de la semana con la esperanza de tener tanta suerte como el día en que llegaron a su módulo los señores Disneylandia Pérez Flores, Liza Mineli Gamboa Sánchez y McDonald’s Ruiz Moguel.

 

*   *   *

 

—Señorita, ¿me aguanta un segundito? —dice una mujer—, dejé mi identificación en la camioneta, ahora regreso.

Señorita S se horroriza al ver sobre el mostrador una cuna de mano donde duerme un niño recién nacido.

—Señora, está olvidando a su bebé.

—Ahora vengo, no tardo nada, porfa, cúidamelo —dice la mujer y sale a toda prisa de la sucursal.

Durante las siguientes tres horas, señorita S es felicitada y recriminada por los clientes.

—Qué pena, disculpa la tardanza, tuve una emergencia —se excusa la mujer luciendo zapatos y vestido nuevos.

 

*   *   *

 

—Señorita, necesito que me explique paso a paso cómo entrar al menú y a la bandeja de mensajes de mi celular.

—Con mucho gusto, señor —dice Señorita S—. Es muy fácil, lo único que tiene que hacer es entrar aquí y luego…

—¿Sería mucha la molestia si me anota todas las instrucciones en un papel?

—Por supuesto que no, estamos para servirle.

Señorita S entrega una hoja llena de instrucciones y se siente feliz cada que ayuda a la gente mayor; le recuerdan a sus papás y tíos, personas ajenas al mundo digital que hacen un esfuerzo desesperado por encajar en el presente.

—Buenos días, ¿en qué podemos servirle? —dice Señorita S; no se sorprende de ver al mismo cliente de hace unos minutos, las personas sexagenarias por lo general tienen muchas dudas con los nuevos modelos de celular.

—Señorita, encontré esto en mi bolsillo —le muestra una hoja con instrucciones escritas—. ¿Me lo ha dado usted?

—Así es, hace unos minutos me pidió que le anotara todas las instrucciones en esta hoja.

—Oh, gracias, es usted muy amable.

El señor da media vuelta, se encamina a la salida, antes de atravesar la puerta, se detiene, vuelve a dar media vuelta, se forma en la larguísima fila y cuando le toca su turno, dice:

—Señorita, encontré esto en mi bolsillo.

La operación se repite una y otra vez, hasta entrada la tarde cuando aparece un hombre con mirada de consternación que toma del brazo al cliente infinito, a quien logra llevar afuera de la tienda, no sin que éste pegue gritos de auxilio al ser víctima de un secuestro express.

 

*   *   *

 

Cada día es un universo de posibilidades alineadas en una fila interminable, en su mayoría fatídicas.

—Lo sentimos mucho, no podemos hacer válida su garantía —dice Señorita S al mirar un celular repleto de ralladuras y golpes.

—Pero… ¿por qué? —dice el cliente—. Se lo juro por mi madre, el celular estaba como nuevo, yo lo dejé cargando antes de dormir y al despertar me lo encontré así.

Siguiente cliente.

—¡¿Dieciocho mil pesos?! —dice al ver su factura.

—En la hoja viene el desglose de sus llamadas —dice Señorita S, disimulando el horror por la exorbitante suma a pagar.

—Pero si jamás le llamo a nadie, lo único que hice este mes fue contestar las trivias que me llegaron al celular.

—Las trivias tienen un costo —dice señorita S—. Cuarenta pesos con cincuenta centavos cada mensaje.

—¡No lo puedo creer! —el cliente se sujeta del mostrador para no desvanecer.

No es el primero de la tarde, ni tampoco sería el primero en ser llevado en ambulancia al hospital; Señorita S recuerda la vez que una señora se partió el cráneo al irse de espaldas al recibir una factura con una cantidad similar.

—Ya decía yo que todo esto era bastante sospechoso —dice el cliente—. Las preguntas empezaron a repetirse una y otra vez, hasta me las aprendí de memoria, como soy jubilado, señorita, la verdad no tengo nada mejor qué hacer, sólo cuando me dormía o me bañaba dejaba de responder a las trivias.

Otro cliente.

—¡Qué barbaridad, me están cobrando las perlas de la Virgen! —dice.

Señorita S le muestra el desglose de su factura.

—Usted contrató los siguientes servicios —le dice—: Chicas en el tubo, Úrsula en la bañera, Confidencias de una colegiala en…

—Ay, qué barbaridad, señorita —dice el cliente, colorado como el carbón al rojo vivo–. Segurito el condenado de mi hijo anda suscribiéndose a estas cochinadas.

Otro cliente.

—Buenos días, ¿en qué le podemos servir?

—Uy, ¿no hay otro módulo de atención?

—Lo sentimos, los demás asesores están ocupados.

—No veo a Carlos.

—Es su día de descanso.

—Tampoco veo a Felipe.

—Se encuentra en comisión. ¿Le puedo ayudar en algo?

—Qué remedio. Fíjese que no puedo mandar esta foto.

En pantalla de ocho megapíxeles, Señorita S contiene la arcada al ver a la cliente como Dios la trajo al mundo, enroscada como un pretzel.

Último cliente.

—¿Y este celular cuanto cuesta?

—Mil trescientos nueve pesos, señor –dice Señorita S y esquiva la mano del cliente.

—¿Y éste?

—Dos mil setecientos treinta y nueve pesos –dice Señorita S y retira de su hombro la mano del cliente.

—¿Y éste, a cómo sale?

—Siete mil ciento veintinueve pesos —dice Señorita S y vuelve a repeler la caricia del cliente.

—¿A cuánto éste?

—Once mil cuarenta y nueve pesos —dice Señorita S y aprieta la mandíbula al sentir otro roce de la mano del cliente.

—Me estoy ganando una bofetada, ¿a poco no, señorita?

 

*   *   *

 

Señorita S mira el reloj digital de pared. 6:59 p.m. No fue un día tan agitado después de todo. No hubo exceso de señoras que la tomaran por psicoterapeuta contándole su desgraciada biografía. Tampoco niños con incontinencia uterina, o mejor dicho, padres irresponsables que con tal de no perder su lugar en la fila desoyen las súplicas de sus hijos por ir al baño. Lo que no faltaron fueron los amantes que se besuquearon y refocilaron en sus narices, o los clientes que llegaron a cancelar su plan telefónico sin importar que lo contrataron con la competencia, o los empleados de la competencia (se distinguen con facilidad por el uniforme que llevan puesto) que llegaron puntuales a renovar su plan de telefonía celular.

—Lo siento, ya cerramos —dice Señorita S.

—Por favor, me urge sacar un plan.

—Lo siento… —Señorita S se detiene y mira a su alrededor, confirma que se encuentra en mitad del estacionamiento— me es imposible ayudarla.

—Pues, ¿sabe qué? —dice el cliente—, es usted una hija mal parida.

 

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