Voltaire no alcanzó la fama universal por sus reflexiones filosóficas, sino por un chiste que soltó, sin querer, en una tertulia donde todos los presentes eran gente muy seria. Dijo: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”.
No hubo risas, pero sí admiración. De esas frases que suenan muy bien cuando las oyes, pero que, cuando las piensas, te das cuenta de que son una barbaridad. Porque, seamos sinceros, el ser humano no sacrifica ni el tiempo que le queda en el semáforo por lo que él mismo cree, ya ni hablemos de lo que cree otro.
Por supuesto, hay excepciones: los fundamentalistas. Su modus operandi consiste en convertirse en pirotecnia humana, llevándose a quien tuvo la mala fortuna de estar cerca de ellos, o en prácticas más solemnes, como empaparse en gasolina y prenderse fuego con la paz de quien enciende una vela.
Pero vamos al grano. Nadie se va a inmolar por una opinión ajena. Ni Voltaire lo hizo, que dicho sea de paso, vivió hasta los 84 años, con una cuenta bancaria que daba risa de lo absurda que era.
Por eso es gracioso lo que dijo, porque la gente, en vez de reírse, lo interpretó como una máxima universal que la humanidad debería adoptar.
De hecho, este escrito es un intento de ello. No llegaré a los extremos de Voltaire, pero sí defenderé (solo con mi pluma) el derecho que tienen los comediantes, o cualquier persona, de contar chistes trasnochados que puedan ofender a otros, siempre y cuando los digan en lugares donde los ofendidos paguen por escucharlos.
Y para cerrar, ¿quieren un chiste mejor que el de Voltaire? Aquí va: una corporación de refrescos embotellados, cuyo nombre no mencionaré pero que patrocina el auditorio Pepsi Center, se indignó tanto por un par de comediantes que decidió cancelar su espectáculo. Descubrieron, con horror, que un mal chiste es mucho más dañino para sus clientes que la diabetes.