En los veranos olímpicos, detesto asistir a reuniones con amigos. Siempre, sin falta, acabo como el centro de atención, a menos que Gutiérrez esté presente.
—¿Te acuerdas cuando llegaste de último? —me suelta González, casi con cariño.
Ser el último en una carrera no es lo vergonzoso. Lo realmente humillante es estar convencido de que ganarías el oro por accidente. El incidente comenzó cuando la Secretaría de Educación Pública, en un arrebato de generosidad, decidió invitar a nuestro colegio privado a las olimpiadas juveniles, olvidando por completo que lo único que sabíamos hacer medianamente bien era jugar fútbol.
En el estadio Salvador Alvarado, en lugar de entrar a la cancha, terminamos parados alrededor de la pista de atletismo, observando a un grupo de jóvenes de escuelas públicas ejecutar calistenias y estiramientos que parecían sacados de otro planeta.
El entrenador de fútbol, quien claramente tenía el sentido común de una ameba, nos asignó disciplinas al azar, basándose en la pura suerte o en su estado de ánimo del día. A González y a mí, por ejemplo, nos lanzó a los 800 metros planos. Al notar que no teníamos la menor oportunidad contra los descalzos contrincantes que corrían por las calles de sus pueblos como si fueran caballos de carrera, trazamos un plan brillante.
El disparo resonó en el estadio. Las gradas estallaron en gritos y aplausos. El plan era simple: yo me sacrificaría corriendo como si el mismo diablo me persiguiera, hasta que mis pulmones colapsaran. Al ver mi arrebato, los otros corredores se desconcertarían y forzarían el paso, dejándolos sin aire para los últimos 100 metros. Ese sería el momento en que González, fresco como una lechuga, haría su glorioso sprint final.
—¡Vas a ganar! —me gritó el entrenador, incrédulo ante la escena.
Lo dijo con tal fuerza y convicción que me lo creí. Las gradas rugían. Iba primero. Cada paso que daba parecía más rápido que el anterior. Metro tras metro, mis pulmones, lejos de fallar, se transformaron en pistones de acero. Tomé la primera curva con la elegancia de una gacela y la segunda con la ferocidad de un Fórmula 1. Nadie se veía a mi alrededor. Era un líder en solitario. En mi mente, ya no estaba corriendo en un estadio local; estaba en Atlanta ’96, rompiendo récords mundiales, ganando el oro, siendo recibido como héroe nacional por el Presidente de la República y de su corte de achichincles.
—¡Corre, maldita sea, corre! —me sacó de mis ensoñaciones el grito del entrenador.
Lo que pasó después es difícil de describir. Imaginen la mítica escena de Neil Armstrong alunizando, pero en vez de rebotar en la gravedad cero, pongan bajo sus pies una pista de atletismo a veinte metros de la meta.
—Gracias por no dejarme quedar de último —dijo González cuando finalmente crucé la línea de llegada—. Nunca lo olvidaré.
Y no lo olvida, a menos que esté Gutiérrez.
—Pero eso no es nada —siempre añade con malicia— ¿Verdad, Gutiérrez?
Gutiérrez fue el seleccionado para la prueba más dura de todas: los 10 mil metros planos, con los que cerrarían los juegos.
Para evitar el escándalo que estábamos protagonizando, y que nuestra escuela recibiera una multa de la SEP, el entrenador decidió disfrazar a Gutiérrez como un atleta de élite. Lo enfundó en lycra, le embadurnó el cabello con gel y, como toque final de coquetería, le colocó unas gafas de sol ridículamente extravagantes.
El efecto fue el esperado. Nuestros rivales lo miraban con respeto y temor en la línea de salida; estaba claro quién era el hombre a vencer.
El disparo sonó y el público rugió. Cinco minutos después, Gutiérrez estaba tan rezagado que sus rivales ya le habían dado varias vueltas.
—Pensé en fingir una lesión —rememora Gutiérrez con amargura.
Pero justo cuando estaba por agarrarse el muslo y rodar por el suelo con la teatralidad que sólo poseen los futbolistas, el público comenzó a corear su apellido. Aplausos y vítores lo impulsaron a seguir. Para evitar el escarnio público, el comité deportivo de nuestra escuela difundió el rumor de que nuestro corredor padecía parálisis cerebral. Argumento abrazado como verdad inapelable al observar en la pista sus movimientos dignos de un retrasado mental.
—Eso no fue lo más humillante —dice Gutiérrez.
Al llegar a la meta, hora y media después, la prensa lo esperaba para entrevistarlo. Gutiérrez intentó hablar, pero el cansancio lo venció, y se desplomó desmayado. Conmovidos, público, periodistas y deportistas lo alzaron en hombros y le dieron una vuelta olímpica al grito del ahora famoso «¡Sí se puede!».