Sobre el malecón, moviendo el culo, caminaban a paso lento un par de mujeres, una rubia y una morena.
—¿Qué haces? —dijo Pony— ¿Estás loco?
Lo ignoré, acababa de firmar, ni más ni menos, que mi primer (y último) contrato para publicar en un periódico de cierto prestigio. Era inevitable sentirme un hombre con suerte, poderoso. El mundo se había puesto de cabeza, alguien estaba dispuesto a desembolsar dinero para que yo hiciera lo que más me gustaba hacer: escribir.
Sin apagar el motor, detuve el Volcho y saludé a las chicas. Les pregunté si querían un aventón. Desconfiadas, se acercaron y nos escrutaron con la mirada, intentando descifrar si éramos asesinos seriales o sólo un par de pobres diablos a bordo de un coche destartalado.
—Estamos aquí en el hotel de enfrente —dijo la rubia—. Sólo estamos paseando, gracias.
—Si quieren les podemos dar un paseo por la ciudad —dije, guiado por la estela del éxito.
—Les prometemos que no las vamos a descuartizar —dijo Pony.
La rubia abrió los ojos, <<ni loca me subo con estos destripadores>> leímos en su mirada diáfana, mientras, la morena se acercó a la ventanilla y me dijo:
—Tú vas al gimnasio.
Me alegré de que la morena me hubiera reconocido del gimnasio y no de mis asiduas visitas al Diamante de July, congal al que era arrastrado sistemáticamente cada fin de semana por mis amigos calenturientos. Le dije que sí, que iba al mismo gimnasio que ellas. La rubia borró la mirada de desconfianza.
—Ah, sí, es verdad —dijo—. Eres el único caballero que nos da las buenas tardes sin mirarnos las tetas.
La rubia se llama Déborah y la morena Esmeralda. Déborah nos dijo a calzón quitado que Campeche era un pueblo aburridísimo, que lo más divertido que le había pasado por la cabeza era suicidarse. Pony, campechano hasta la médula, se ofendió en silencio y sugirió que compráramos un six-pack. Esmeralda dijo que no podían tomar, entraban a trabajar en menos de dos horas.
—La agencia nos prohíbe llegar pedas —dijo con cara de fastidio.
—En ese caso —dijo Pony— reconsideren la posibilidad del suicidio.
—Qué chingados —dijo Déborah, mirando a un gordo vestido de deportista que arrastraba los pies sobre el malecón—, vamos por las chelas.
Abordo del Volcho, Déborah y Esmeralda nos confesaron que eran bailarinas exóticas y no strippers. Antes de que pudiera fingir mi mejor cara de sorpresa, Pony intervino diciendo que ambas bailaban muy bonito.
—Gracias, mi amor —dijo Esmeralda— ¿Así que ya nos fueron a ver actuar?
Pony respondió que sí. Decidió que era el momento idóneo de explayarse. Dio lujo de detalles. Dijo que eran las famosísimas Golden del DF y que toda la ciudad ya las había ido a ver, un éxito el show. Déborah y Esmeralda parecieron divertidas por su franqueza, así que me voltearon a ver y pusieron a prueba mi sinceridad, preguntándome a qué me dedicaba.
—Soy escritor —dije.
—Con razón —dijo Déborah, mirando de reojo la tapicería rota de los asientos.
Esmeralda, por su parte, quedó fascinada con mi oficio y me preguntó de qué escribía. Me puse nervioso y dije una serie de disparates sin pies ni cabeza (tal como era en realidad la novela que estaba escribiendo). Aburrida del trabalenguas, Déborah apuntó que su novio era un actor famoso. Pony se interesó en conocer el nombre. Déborah dijo que igual y no lo conocíamos porque teníamos caras de intelectuales y los intelectuales que se daban a respetar no veían telenovelas. <<Para nada>>, dijo Pony, y la sacó de su error declarándose no un intelectual sino una vieja chismosa de lavadero y de corazón, y rogó por conocer la identidad del novio. Déborah dijo el nombre y para sorpresa de todos (sobre todo para Déborah), Pony recitó al derecho y al revés la biografía del actor “famoso”, que en realidad no era más que el ex integrante de un grupo musical de poca monta desaparecido a finales de los años noventas.
—No sabía que ahora actuaba —dijo Pony.
—Sí, y actúa súper bien —dijo la novia orgullosa, inflamando (aún más) el pecho—. Va a salir en la telenovela de las nueve.
Veinte minutos nos tomó recorrer de punta a punta la ciudad. En agradecimiento por ser unos excelentes guías de turistas, Déborah y Esmeralda nos invitaron a cenar al restaurante del hotel donde se hospedaban. <<Ni se te ocurra, imbécil>>, leí en los ojos de Pony.
—Encantados —dije.
Pony se quedó sentado en el asiento del copiloto, dijo que nos alcanzaba en un rato, que tenía que hacer una llamada urgente. Déborah le dijo que no se tardara, que lo esperábamos adentro porque se moría de hambre.
En la entrada del restaurante Lafitte’s, un gordo disfrazado de pirata saludó con ojos de bucanero libidinoso a mis nuevas amigas. Déborah y Esmeralda saludaron de beso en la mejilla al pirata. Era evidente que siendo huéspedes ya se conocían.
—Buenas noches —saludé.
—Lo siento, usted no puede pasar —me cortó el paso.
El cancerbero de la falsa pata de palo me dijo que estaba prohibido entrar al restaurante con camiseta sin mangas. Me defendí diciendo que había un calor de los mil demonios. Que vivíamos frente al mar. Que Campeche era un puerto.
—Lo siento, señor —dijo el pirata—. Son las reglas del hotel.
Déborah y Esmeralda intercedieron por mí. Con voz cariñosa le juguetearon la barba al bucanero mientras le suplicaron <<Porfis, porfis>> me dejara pasar. El pirata se dejó mimar un rato y luego me dijo que podía entrar, sólo con una condición.
—Tienes que usar esto —dijo, quitándole un saco de terciopelo color púrpura al maniquí de un pirata postrado en la puerta.
Me negué. <<Porfis, porfis>>, me rogaron las bailarinas mientras me enfundaban en el escandaloso atuendo. El saco me quedaba grande. Las mangas eran enormes. El cuello también. Picaba horrores.
—No puedo usar esto —dije, ante el rostro de satisfacción del pirata.
Déborah y Esmeralda me chulearon. Dijeron que me veía divino y se colgaron cada una de mis brazos.
—Por aquí, mi amor —dijo Esmeralda.
—¡Allá hay una mesa libre! —dijo Déborah, emocionada y muerta de hambre, sin desprenderse de mi brazo en jarra.
El silencio se instaló en el restaurante. En asombrosa coordinación, a todos los comensales del sexo masculino se les abrió el apetito, pues ocultaron los rostros detrás de los menús. Reconocí a un par de cacatúas amigas de mamá que no dudaron en enfatizar su escándalo y cuchichear con sus vecinas de mesa. Y para coronar la velada, la mamá de Pony (en compañía de sus amigas del catecismo) me miró con la boca abierta al ver cómo me aproximaba a la mesa de junto, flanqueado de dos bailarinas exóticas. <<Prostitutas>>, fue el calificativo que usaron cuando ordenamos las entradas y nos vimos rodeados de sillas vacías.
2 Comments
Maggie
love it!!!!
Rodrigo Solís
Gracias, Maggie.