La sagrada familia
13 mayo, 2016

El nombre de un caballero

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Todo comenzó años antes de que yo naciera, cuando mamá aún era una adolescente en estado puro y virginal.

—¡Por el amor de Dios, hijita, mañana tienes clases, deja ya ese libro! —le decía mi abuela antes de apagar la luz de su habitación todas las noches.

Mi abuela, que era pequeñita pero no por ello incapaz de intimidar al más serio y malencarado de los banqueros (digamos un nombre al azar: mi abuelo), la primera vez que descubrió a mamá leyendo subrepticiamente en la madrugada, crispó manos y ojos, y con las buenas maneras de una dama que iba a misa todas las mañanas, atravesó el umbral de la habitación y, mirando con severidad a su hija, pidió le entregara el libro que leía con tal fervor.

—Toma —mamá bajó la mirada con bochorno, escociéndole las mejillas.

Sin decir palabra alguna, mi abuela tomó entre sus manos el libro, giró sobre los talones y apagó la luz. Antes de desaparecer entre la penumbra, dijo:

—Buenas noches, hijita. Que sueñes con los angelitos.

A mi abuela le tomó siete días con sus respectivas noches leer de cabo a rabo el libro confiscado que le robaba el sueño a su hija. A su juicio, nada prohibido había en él, sino todo lo contrario, veía con muy buenos ojos que leyera la historia de un caballero que en nombre de Dios iba a masacrar a los infieles de tierras lejanas y peligrosas.

—Ten —dijo mi abuela—. Procura leerlo durante el día. Las noches fueron creadas por Dios nuestro Señor para descansar.

—Gracias —mamá abrazó el libro, llevándoselo por instinto sobre los pechos; luego cruzó los dedos de la mano derecha—. Prometo dormirme temprano.

Por su puesto, toda doncella que se da a respetar y sueña a ser rescatada por un caballero, tiene la obligación de leer durante las madrugadas, con los grillos copulando bajo un mar de estrellas, la historia épica de Rodrigo Díaz de Vivar, alias, El Mío Cid.

 

*   *   *

 

De sus tres hijos, fui el único aceptado por unanimidad.

—¡Es horrendo! —bramó al recibir a su primogénito.

Mi abuela la mandó a callar con una mirada reprobatoria, recordándole que toda criatura de Dios es hermosa.

—No se preocupe, el comportamiento de su hija es perfectamente normal —dijo el doctor, con ojos que desmentían a sus palabras, al tiempo (o justo a tiempo) que rescataba al bebé de los brazos de la madre que a punto estaba de dejarlo caer al suelo por tanto gimoteo y sollozo—. Se llama depresión post-parto.

Ignorando el comentario, mi abuela exigió le entregara a su nieto. El doctor obedeció en el acto y salió disparado de la habitación.

—Eres primoroso —mi abuela le dio un beso en la frente al bebé.

—Criatura, es una criatura —balbuceó mamá con ojos anegados en lágrimas, arrepentida de hojear durante nueve meses catálogos de ropitas y cunas donde aparecían bebés escandinavos, dueños de blondas cabelleras y ojos azules como zafiros.

Medio día después del parto, papá hizo su entrada triunfal en el hospital, acompañado de botella y media de Bacardí en las venas.

—¿Cómo está el bebé? —preguntó.

—Horrible —sollozó mamá.

—Un ángel —intervino mi abuela.

A la mañana siguiente, cuando le permitieron ver y sostener entre brazos a su hijo, papá suspiró de alivio. No era El Bebé de Rosemary, como imaginó horas atrás, cuando su esposa no sé cansó de repetir una y otra vez entre quejidos y lloriqueos que había parido a una criatura espeluznante.

—Eres un nene fuerte y guapo —dijo papá, lleno de orgullo.

En honor a la verdad, aquel comentario fue una verdad a medias, pues sólo el primero de los dos adjetivos calificativos se cumpliría a cabalidad con el transcurrir de los años.

—¿Verdad que sí, Rodriguito? —continuó papá, levantando al bebé sobre sus hombros.

Sin atreverse a mirar la enternecedora escena padre-hijo, mamá le dejó algo muy claro a su esposo:

—Ese niño no se llama Rodrigo.

 

*   *   *

 

Bicho, mi hermana menor, fue otra desgracia para la familia. En la fiesta de Fin de Año, por cuarta vez en menos de una hora, mamá se había excusado de la mesa para ir al baño.

—Me cayeron fatal las botanas —mintió a sus amigas.

Minutos atrás, vomitó, en efecto, pero no gracias a la comida contaminada, a diferencia de la infeliz que sufría las de Caín en el baño contiguo.

—¡Jesús santísimo! —exclamó la vecina cuando la diarrea abandonó su cuerpo a propulsión a chorro.

Ajena a la pirotecnia gastrointestinal, mamá, ensimismada en su propio drama, acompañó la arcada con un gemido gutural tipo Godzilla, para después, soltarse a llorar.

—¿Monina, eres tú?

Mamá (Monina para sus amigas y para el resto de los mortales) siguió llorando, y de no ser por la cagalitrosa que irrumpió en el baño, con seguridad se hubiera ahogado en sus propias lágrimas.

Dos Valiums y decenas de Kleenex después, regresó a la mesa, sacando de la chistera la más falsa de las sonrisas, mientras la vecina de baño le contaba a su vecina de asiento que Monina estaba embarazada, quien a su vez le dijo a su marido que Monina estaba embarazada, y así, sucesivamente, hasta recién pasada la media noche cuando uno de los tantos socios del Club Campestre, pedísimo, abrazó a papá (también pedísimo) y lo felicitó por anotar por tercera vez.

Papá no llegó a casa en semanas.

 

*   *   *

 

Luego del primer parto de mamá, todos esperaban lo peor cuando la enfermera le entregó a su segundo hijo. Al verlo, lloró a moco tendido.

Sé que es imposible tener grabado en la memoria el primer recuerdo que se tiene al nacer, pero hay noches en las que veo unos ojos almendrados, llenos de luz, y una melodiosa voz que me pregunta:

—¿Cómo está mi valiente caballero?

 

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