Educación física
18 agosto, 2016

Dos historias vergonzosas

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Durante toda mi vida escolar, las clases de educación física consistieron en asistir una vez por semana al colegio en uniforme blanco (los hombres en short, las mujeres en falda). Eran clases simples. El profesor salía al patio a primera hora de la mañana, nos alineaba y nos decía que hiciéramos estiramientos y flexiones durante diez minutos. El resto de la hora consistía en jugar partidos de fútbol en las canchas de basquetbol. Las mujeres se sentaban en la sombra a platicar y fingir que observaban a los hombres.

La Secretaría de Educación Pública, siempre preocupada por el acondicionamiento físico de la niñez y juventud, además de imponer estas clases, obligaba a los colegios a que todos sus alumnos tuviesen una actividad deportiva extraescolar al menos una tarde a la semana. En mi escuela podías elegir entre dos disciplinas: fútbol o basquetbol (esta última integrada por los estudiantes nacidos con nula coordinación motriz, es decir, todos los rechazados de la selección de fútbol).

Una tarde, en mitad de un entrenamiento, ocurrió algo extraordinario. El entrenador de fútbol nos alineó en posición de firmes como a un pelotón de fusilamiento, nos observó uno a uno de arriba abajo, y fue diciendo nuestros apellidos acompañado de posiciones que en nuestra vida habíamos escuchado. Asumimos eran tácticas revolucionarias como las que usó la Holanda de Johan Cruyff en el Mundial del ´74.

—Salazar —dijo el entrenador—, cien metros planos.

—Huerta —siguió el entrenador—, cuatrocientos con vallas.

—Moguel —continuó—, salto triple.

A la mañana siguiente, en el estadio Salvador Alvarado, descubrimos la cancha de fútbol desierta, no así la pista de atletismo, donde un montón de jóvenes de escuelas públicas y privadas (los primeros podían diferenciarse de los segundos porque iban descalzos) abrían los ojos y la boca como peces fuera del agua, igual de consternados que nosotros.

—Solís —me dijo el entrenador—, cuando escuches el disparo, arrancas a correr, si te rebasan, que es lo más probable que ocurra, imagina que nos atacan de contragolpe, tu misión es alcanzarlos.

Escuché las instrucciones y me ofendí en silencio. Primero por eso de <<si te rebasan, que es lo más probable>> y segundo, porque no era tan estúpido para no captar las sencillas reglas de los 800 metros planos. No así López, compañero de carrera y sádico mediocampista de la selección de fútbol, a quien tuvieron que explicarle varias veces que estaban prohibidas las barridas, las cargas, los pisotones y los jalones de camisa.

El primer corredor en llegar a la meta representaría al Estado en las Olimpíadas nacionales. Al no tener oportunidad alguna ante los competidores sin zapatos, acostumbrados a correr distancias kilométricas en sus pueblos, López y yo fraguamos un plan. Me sacrificaría por la gloria de mi compañero, quien estaba en mejor forma física, por más que fuera un borracho consumado.

El disparo retumbó en el estadio. El graderío explotó en gritos y porras. El plan consistía en correr como alma que llevaba el diablo hasta que mis pulmones estallaran. Al ver mi fuga, los otros corredores se desconcertarían y forzarían el paso hasta quedar sin aliento en los últimos 100 metros de la competencia. Ese sería el momento que aprovecharía López para cerrar como una bala.

—¡No lo puedo creer! —me gritó el entrenador con los ojos fuera de sus cuencas— ¡Vas a ganar!

Lo dijo tan fuerte y con tal convicción, que me lo creí. La gente enardecía en vítores desde las tribunas. Iba primero. Cada paso que daba impulsaba el siguiente con más velocidad. Metro tras metro. Lejos de reventarme, los pulmones crecían y crecían y me empujaban hacia adelante. La primera curva la tomé con la elegancia de una gacela. La segunda, con la virulencia de un fórmula uno. Nadie apareció a mis costados. Era el líder en solitario. Me pude ver no en las carreras nacionales sino en las Olimpíadas de Atlanta, pulverizando el récord mundial. Ganando la medalla de oro. Bajando del avión y teniendo un recibimiento de héroe patrio por parte del Presidente de la República y de su corte de achichincles.

—¡Corre! —me gritó el entrenador— ¡Corre, maldita sea!

La escena es difícil de describir. Imaginen la mítica escena de Neil Armstrong alunizando, sólo que en vez de verlo rebotar en cámara lenta sobre el polvo lunar, pongan bajo sus pies una pista de atletismo a veinte metros de la meta.

—Solís —me dijo López cuando logré finalizar la carrera—, gracias por no dejarme quedar último.

Cada ciclo olímpico rememoro la historia a manera de encontrar una explicación plausible a los fracasos de los atletas mexicanos, e invariablemente un amigo (no revelaré su identidad, por respeto a su autoestima) siempre dice:

—Eso no es nada, tengo una historia más penosa.

Ocurrió cuatro años después. Semanas antes de las Olimpíadas de Sydney 2000. Se celebraban las Universiadas en Mérida, ni más ni menos. Para evitar el ridículo de no presentar participante en los 10 mil metros, su escuela lo envió a competir porque era de los pocos estudiantes que estaban becados.

—Voy a ganar —le dijo a su entrenador de fútbol y al comité deportivo (quienes pusieron los ojos en blanco y se guardaron sus comentarios) antes de tomar su lugar en la pista donde enfrentaría a sus rivales.

Mi amigo se tomó la molestia de gastar todos sus ahorros en zapatillas, uniforme de lycra y lentes de atleta olímpico, y le dio un último toque de coquetería a su apariencia embadurnando su cabello con medio bote de gel y peinándolo hacia atrás. En la línea de salida los competidores lo miraron asombrados, estaba claro quién era el corredor a vencer.

Se dio el pistoletazo y el público rugió en el graderío. Cinco minutos después iba tan rezagado que sus rivales ya le habían dado no una, sino varias vueltas.

—Pensé en fingir una lesión —dice mi amigo.

Justo cuando estaba por tomarse el muslo y rodar por el suelo con la gracia que sólo poseen los futbolistas, el público empezó a corear su apellido y a aplaudir una y otra vez con intervalos regulares. Lo que ocurrió fue lo siguiente. Para evitar el escarnio de las otras universidades, el comité deportivo corrió el rumor entre los espectadores que el estudiante padecía parálisis cerebral, argumento abrazado como verdad inapelable al observar en la pista los movimientos dignos de un retrasado mental.

—Eso no fue lo más humillante —dice mi amigo.

Al llegar a la meta hora y media después, la prensa lo esperaba para entrevistarlo y tomarle fotografías. Intentó hablar pero el cansancio le impidió articular palabra alguna antes de caer desmayado. Conmovidos, público y deportistas lo alzaron en hombros y le dieron una vuelta olímpica, coreando el famoso <<sí se puede>>.

 

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